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Acercó entonces la mano al interruptor y apagó el ordenador.

—¿Qué he hecho?—preguntó.
—Lo has apagado—dije.
—He ahí otra diferencia: el cerebro no lo puedes apagar. Funciona las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año. Funciona también y a tope, por cierto cuando duermes.
     Este pensamiento me resultaba agotador, más agotador aún al acordarme de algo que me había dicho mi fisioterapeuta hacía poco, al referirse a las virtudes de la meditación: «El cerebro no tiene freno, solo acelerador». La idea de no poder dejar de pensar ni de imaginar un solo minuto del día me producía angustia. Recordé con nostalgia una intervención quirúrgica reciente en la que había sido anestesiado. Cuando me desperté y al comprobar que «no había estado» durante más de media hora, tuve una pasajera sensación de plenitud, como si me hubieran reseteado. «Estar» me cansa, me agota. De vez en cuando, pensé, deberían anestesiarnos durante un tiempo para tomarnos unas vacaciones de la realidad y de nosotros mismos.**

La sensación, o mejor dicho, la falta total de sensaciones que provoca la situación de estar anestesiado, es una oportunidad. Por razones que no es preciso explicar, yo he sido y seré situado en sedación profunda, bastantes veces. En las dos últimas de las experimentadas hasta ahora, me propuse, concentrarme para tratar de registrar en mi cerebro, el traspaso (buena palabra) entre el estado de consciencia y la desconexión. Percibí que es como un descenso que dura muy poco, pero que puede ser algo muy parecido al proceso de morir. 
Morir sería muy parecido y así de confortable, si la moral judaico-cristiana y la tozudez médica, no nos obligara a tener que soportar una agonía que no tiene nada de redimidora o redentora ni, por supuesto, nada de humana. Más bien es una tortura total y absolutamente innecesaria.


**Fragmento de una de las muchas conversaciones entre Juan J. Millás (escritor y periodista) y Juan L. Arsuaga (Catedrático de Paleontología) en su libro «La conciencia contada por un sapiens a un neandertal»