Un perfume, desde la juventud a la vejez.


Dicen que el olfato es nuestro sentido más primitivo. Sentido reptiliano o lo que viene a ser lo mismo, heredado desde los reptiles.
Y explican los que entienden de estas cosas, que la información que recibimos desde ese sentido, va directo a las amígdalas, que al parecer es donde se producen las sensaciones neuronales que nos conducen hacia las emociones más fuertes y primarias, especialmente el miedo.
El ser humano primitivo, vivía una vida en constante alerta, especialmente cuando se distanciaba de su grupo y usaba mucho más que ahora el sentido del olfato.
 Todo ello ha conformado que a pesar de que el olfato ofrece al cerebro una señal más débil que otros sentidos, nos hace reaccionar, instintivamente, de una forma más eficiente.
Y es por eso que los olores tienen esa capacidad asombrosa de transportarnos a momentos o vivencias de nuestra niñez o juventud. Y lo hacen con tanta facilidad, que despiertan detalles que teníamos aparentemente olvidados. Porque no solo el miedo es una emoción primaria; otras como el amor o la compasión tienen el mismo o más peso específico.
❋❋❋

Cuando hice el servicio militar, estuve separado de Montse, mi novia por aquel entonces, durante once meses. Estuve destinado en el Sahara, sin permiso durante todo ese tiempo. Nos carteábamos prácticamente a diario y la emoción del reencuentro fue muy grande. Yo no sé si fue la correspondencia o que en aquella situación, alejado de mi entorno de siempre, me formé una imagen idealizada. El caso es que a los veinte días, más o menos, de los cuarenta que me correspondían de permiso, rompí con ella.
Me costó y sufrí, pero mucho más, lo sé, sufrió ella. Tengo una imagen clavada en mi corazón de aquella chica rota en llantos, saliendo de mi coche, corriendo hacia su casa. No la volví a ver en años. La vida, a veces, es muy cinematográfica. Lo digo porque mucho tiempo después, supe de ella y de que había abierto una panadería, cerca de donde vivíamos con mi segunda mujer. Un domingo (1995) me armé de valor y visité la panadería. Me reconoció de inmediato, aunque apenas me miró. Me entregó un pan, me cobró. Le dije— «adéu Montse»— y contestó «adéu», sin decir mi nombre, pero mirándome a los ojos sin desviar la mirada, segura y posiblemente frenando la emoción, fuera cual fuera. Quizás odio, quizás ya no.
Lo cinematográfico es que, dos meses después, supe que tenía cáncer y algo más de un año después, murió. (1997) Han pasado 27 o 28 años.
Pero a lo que iba. Poco antes de romper con ella (volvemos a 1971), le pedí que me diera un frasquito de la colonia/perfume, que usaba. 
Ese frasquito no viajó conmigo a África. Se quedó en casa de mis padres con cartas y regalos que le había hecho y que me hizo devolver mediante un amigo. Cumplí el resto de la mili. Volví, conocí a mi primera mujer, tuvimos a Sara, mi hija, el auténtico amor de mi vida. Me divorcié, me volví a casar y me volví a divorciar. El frasquito siguió en casa de mis padres.
Muere mi padre, luego fallece mi madre y me voy a vivir a la que había sido nuestra casa desde niño. 
Hace unos días, en Sils, donde vivo ahora, en una caja que después de instalarme en Sils, y que puse en un trastero sin darle importancia, encontré el frasco.
No puedo explicar lo que sentí al abrir aquella botellita. Me explotaron los sentidos. Lloré un buen rato y aunque ya lo había hecho en 1971, en mi mente solo quería volver a pedirle perdón. De golpe, un rostro que ya prácticamente tenía olvidado, volvió a surgir en mi mente con la nitidez propia de un retrato de estudio. Volvió el sonido de su voz, el brillo de aquellos ojos negros y morunos y aquella sonrisa que ya nunca volví a ver. Todo despertó al percibir el olor de aquel perfume.

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