Pues verás, querido amigo o amiga (si dudas, mírate al espejo, aunque ni eso es seguro hoy en día), esta noche era la luna llena del Castor. La llaman así en nuestro geo-entorno cultural más inmediato y aunque lo ignoro, sospecho que en nuestro «este lejano», la deben llamar de otro modo.
Ya no me molesto en fotografiar esas lunas que ridículamente tanto llenan espacios en las noticias de la tele. ¿Para qué?
Prefiero hablar con ella. Desde muy niño, me tiene inquieto una especie de visión onírica que me aparece —yo diría que siempre— cuando tengo fiebres altas: Una luna llena o gibosa (casi llena) en un paisaje muy oscuro cuyas formas son difíciles de ver. Esa visión se acompaña con la sensación de acercamiento. Luego parece como que tomo consciencia de lo que es (un sueño) y desaparece, pero vuelve. Puede aparecer varias veces en una sola dormida.
Recuerdo de niño, haberlo comentado con mi madre que lógicamente me decía: —No es nada hijo; no te preocupes— Y no me preocupaba. Pero claro, como sesenta y cinco, o más, años después, no es que me preocupa, pero me llama la atención. ¿Es lo que llaman sueños recurrentes?
El caso es que ver la luna, hoy, me desveló, al punto de que encendí la radio (una radio IP de Internet) en la que tengo programadas emisoras que ofrecen una música deliciosamente calma y meditativa. Okanu (recordar que ya no lleva la h final) duerme como un león panza arriba, así que no hay incordio alguno que haga tropezar el diálogo interior más sensible de mi mente. Y no porque Okanu sea un ladrillo; no. Su misión es contrarrestar siempre la forma en que me expreso, buscando un equilibrio. Pero hoy dormía.
Y la luna, su luz, la música y hasta el dolor en la pierna, me han abrasado el corazón. Brasas de agradecimiento a la vida. Agradecimiento que humildemente creo que no deberíamos olvidar.