No es un nombre muy común, pero era el suyo; Amable.


Hija de pescadores desde generaciones que se hunden hasta tiempos remotos en una familia con siete tumbas marineras, del siglo XIX,  en el cementerio de Finisterre.
Con diecisiete años fue «invitada» a buscarse la vida fuera del hogar y consiguió un empleo en la casa de un oficial de la Guardia Costera en el Ferrol, en plena guerra civil, (y que aún no tenía la coletilla de Ferrol del Caudillo).
Tareas del hogar: limpiar, cocinar...

Ella, toda la vida, se refirió a este señor y su esposa, como «sus padrinos» Vivió con ellos hasta que se casó con mi padre. Yo lo conocí, cuando décadas después estaba en su lecho de muerte y Amable fue a visitarlo y despedirse. Hicimos un viaje en un «600» desde Girona hasta el Ferrol.
Era mi madre.
Tuvo cuatro embarazos, que dieron como fruto tres hijos varones y una niña que murió en el parto. Hubiera sido mi única hermana y fue la anterior a mí. Amable lo sufrió en sobremanera y en cierta ocasión me dijo que a mí me esperaba niña.
¡Vaya por Dios! Qué desilusión…

Ella, que apenas había aprendido a escribir, leer despacio y los cálculos aritméticos más elementales, fue la encargada de enseñarme a mí, antes de que con seis años pisara una escuela por primera vez. En mi mente aún guardo la imagen de aquel comedor diminuto y los cuadernos en la mesa, el lápiz, la goma y el desespero de la pobre mujer al ver que yo estaba por cualquier «mosca» y no por los renglones de la libreta.

Hoy, 20 de noviembre, hubiera cumplido 104 años, pero un ictus maldito se la llevó un 14 de abril de 2006, día de Viernes Santo, después de veintidós meses de sufrimiento.
Ahora descansa en paz en nuestros recuerdos; los de aquellos a quienes ofreció su amor.